jueves, 25 de noviembre de 2010

Amores de estación

Se había subido en la estación Agüero y desde entonces no podía sacarle los ojos de encima. La miraba furtivamente, de a ratitos en los que se quemaba con el deseo, pero que eran lo único que por un instante apagaban esa sed de ella que lo apretaba cada vez que sacaba la vista. Era como un linyera que mira alguna delicia detrás de un cristal, cristal que es mucho más que solo eso, que divide mundos, universos ajenos, cristal que en unos pocos centímetros encierra la esencia de la abismal diferencia entre las clases, centímetros que son años luz en lo que una y otra forma de vivir representan. Porque aunque el linyera se cruzara y caminara entre las señoronas que toman té con escones a la tarde, así llegara al delirio impensado de sentarse en su  mesa, aún entonces habría entre ellos una distancia infranqueable, infinita. Pero… ¿y si en un rapto de locura alguna muchacha noble lo invitaba a cruzar, le abría una puerta por donde acceder a ese mundito fortificado?
El subte se hizo más lento de a chirridos mientras él se desesperaba viéndola levantarse del asiento. Era como un sueño que se anunciaba su fin, pero que no terminaba en la lucidez del despertar, sino que se prolongaba en una agónica pesadilla, en la impotencia de verla alejarse mientras su alma golpeaba y gritaba tratando de romper ese silencio que era como un muro invisible que separa, que como el mar se la llevaba para siempre. Todo transcurría frente a decenas de ojos perdidos que ni siquiera sospechaban las erupciones que en ese momento se desataban en el corazón de ese pibe, uno más en la masa del vagón, uno más para ella también.
Las puertas se abrieron y ella bajó. La siguió desesperadamente con la vista, tratando de encontrarla una última vez a través de las ventanas, mientras el tren se empezaba a mover pesadamente. La distinguió entre la gente y justo en ese instante ella lo miró, lo miró fijo, y sus ojos se conocieron un segundo. Entonces todo se hizo negro.

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