miércoles, 5 de enero de 2011

La práctica

La práctica afinó mis herramientas. Dedos de cincel, yemas de acero que caen y esculpen palabras, revientan los pedazos de más y así las frases van cobrando forma, con letras que luego se pulen y brillan de mármol. Otros en cambio escriben con la cabeza. Inscriben con la mente las páginas etéreas del tiempo, las queman con arcanos que escapan al común. Y eso genera admiración, por supuesto. Uno admira generalmente (respeta cuando menos) lo que no entiende.
Pero yo soy de otra cepa, casi podría hablar en términos de clase o raza; yo soy de los poetas, pero poetas en esencia, en su sentido más primitivo. Mancho papeles simplemente con aquello que me escurre del corazón, sin elevarme, ni pretender hacerlo, a los vapores filosóficos. Trabajo mas bien con la ignorancia del artesano, que limitado a su oficio puede (ama, disfruta de) forjar preciosas joyas, prendas de plata entrelazadas de zafiro, o armaduras decoradas para adornar la guerra y la muerte. Eso soy, un humilde artesano sin demasiada formación o aspiraciones intelectuales. Yo me limito a atrapar con redes finas lo que mana de mi alma, esa bruma de sentires, esas imágenes, ese morir de amor que como una estela imperceptible se eleva cuando camino, cuando vivo.
Vengo de una familia de artistas, un padre con venas de canción y una madre que es puro impulso creador, impulso que moldea resinas y metales. A mí en cambio me tocaron las letras. Y sea tal vez este el menos glamoroso de los campos, puesto que se crea y disfruta en Soledad y no se despliega en recitales o exposiciones. No, esto es algo más para cada uno, y aquí me siento cómodo, porque escribir es la herramienta que uso para recordarme de sentimientos, esos que son parte de mi ya tanto como las manos y dedos que los esculpen.

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